martes, abril 22, 2008

El cineasta Michael Moore opina sobre Obama-Clinton

Mi sufragio es por Obama (si pudiera votar)

“La suerte de Hillary Clinton está echada al lanzar tanto lodo sobre el candidato negro”

Michael Moore*

No voy a poder votar para presidente en esta temporada de primarias. Vivo en Michigan. Los dirigentes del partido (tanto aquí como en Washington DC) no pudieron organizarse como es debido y, por tanto, nuestros votos no serán contados.

Así que, si usted vive en Pensilvania, ¿me haría un favor? Este martes, ¿podría emitir mi voto –y el suyo– por el senador Barack Obama?

Hasta ahora no había dicho en público por quién votaría, sobre todo por dos razones: 1) ¿A quién le importa?, y 2) Me importa un comino (así como a la mayoría de la gente que conozco) qué nombre esté en la boleta este noviembre, siempre y cuando haya una foto de JFK y FDR (Franklin D. Roosevel) montados en un burro hasta arriba de la boleta, y la palabra “demócrata” al lado del candidato.

En serio, conozco mucha gente a la que no le importa si el nombre bajo esa enorme D es Bailarín, Corcoveador, Clinton o Relámpago**. Podría ser Mickey Mouse, el Pato Donald, Barry Obama o el Dalai Lama.

Bueno, eso sonaba bien el año pasado, pero durante los dos meses pasados las acciones y las palabras de Hillary Clinton han pasado de ser meramente decepcionantes a francamente repugnantes. Creo que el debate de la semana pasada fue la gota que derramó el vaso. Ya había observado a la senadora Clinton y su marido en ese juego de apelar al peor lado de los blancos, pero el miércoles pasado, cuando se sacó de la manga el nombre de “Farrakhan”, la temporada de tonterías*** llegó a un prematuro final para mí. Dijo la palabra “F” simplemente para asustar a los blancos. Por supuesto, Obama no tiene conexión alguna con Farrakhan. Pero, según la senadora Clinton, el pastor de Obama sí, ¡y el “boletín de la iglesia” reprodujo alguna vez un artículo de opinión de Los Angeles Times, escrito por un tipo relacionado con Hamas! ¡No! ¡El boletín de la iglesia!

A la noche siguiente, Stephen Colbert explicó con brillantez este sórdido intento de difamar a Obama. Señaló que si Obama es apoyado por Ted Kennedy, quien es católico, y la Iglesia católica está encabezada por un Papa que perteneció a la juventud nazi, eso significa una sola cosa: ¡OBAMA AMA A HITLER!

Sí, senadora Clinton, así sonó. Como si hubiera usted perdido la razón. Como si fuera una fanática alimentando el fuego de la estupidez. Qué triste que tenga que escribir estas palabras sobre usted. Ha dedicado su vida a las buenas causas y a las buenas acciones. Y ahora, echarlo todo por la borda por un cargo que no puede ganar si no es arrojando tanto lodo encima al candidato negro para que los superdelegados exclamen “Tío (Tom)” y le den todo a usted.

Pero eso no ocurrirá. Su suerte estaba echada desde que votó a favor de emprender esta sangrienta guerra. Cuando hizo eso fue como Moisés, quien perdió la cordura por un momento y por eso le prohibieron entrar a la Tierra Prometida.

Qué triste para una nación que quería ver a la primera mujer electa para la Casa Blanca. Ese día vendrá, pero no será con usted. Tendremos que esperar a que la actual gobernadora demócrata de Kansas compita en las elecciones de 2016 (¡lo leyeron aquí primero!).

Hay quienes dicen que Barack Obama no está listo, o que votó mal en esto o aquello. Pero eso es mirar los árboles y no el bosque. Somos testigos no únicamente de un candidato, sino de un profundo movimiento de masas por un cambio. Mi apoyo es más para Obama El Movimiento que para Obama el candidato.

No lo digo por demeritar a este hombre excepcional. Pero lo que ocurre es más grande que él a estas alturas, y eso es bueno para el país. Porque, cuando gane en noviembre, ese Movimiento de Obama tendrá que mantenerse alerta y activo. El Estados Unidos de los consorcios no va a entregar las riendas de nuestro gobierno sólo porque nosotros lo digamos. El presidente Obama va a necesitar una nación de millones que lo apoyen.

Sé que algunos de ustedes dirán, “Mike, ¿qué han hecho los demócratas para merecer nuestro voto?” Ésa es una muy buena pregunta. En noviembre de 2006, el país lanzó un fuerte mensaje de que queríamos poner fin a la guerra. Sin embargo, los demócratas no han hecho nada. Entonces, ¿por qué habríamos de estar tan ansiosos de alinearnos alegremente detrás de ellos?

Les diré por qué. Porque no puedo soportar ni un maldito minuto más a este gobierno y el daño permanente e irreversible que ha causado a nuestro pueblo y al mundo. Estoy casi en el punto en el que no me importa si los demócratas no tienen columna vertebral o hueso de la rodilla o una sola idea en sus mareadas cabecitas. Siempre y cuando su nombre no sea “Bush” y la palabra “republicano” no está a su lado en la boleta, es suficiente para mí.

Yo, como la mayoría de los estadunidenses, he sido tundido durante ocho años, hasta perder el sentido. Por eso me uniré a millones de ciudadanos y llegaré tambaleándome a la casilla en noviembre, como un boxeador en el duodécimo round, todo ensangrentado y moreteado, con un ojo tan hinchado que no lo puedo abrir, y buscaré lo único que importa: esa gran “D” en la boleta.

No me malinterpreten. Perdí mis lentes color de rosa hace mucho tiempo.

Es tonto ver en los demócratas algo más que una versión más bonita de un partido que existe para pujar en nombre de la elite empresarial en este país. Cualquier apoyo a un demócrata debe darse reconociendo este hecho y con la esperanza de que algún día tendremos un partido que represente primero al pueblo, y leyes que garanticen igualdad de voz a ese partido.

Finalmente, quiero decir algo acerca de la decencia básica que he visto en Obama. Como parte de su misión de seguir alentando los temores del Estados Unidos blanco, Clinton continúa echándole en cara al reverendo Wright. Cada vez que lo hace, grito a la tele: “¡Dilo, Obama! Di que cuando ella y su esposo tuvieron dificultades matrimoniales relacionadas con Mónica Lewinsky, ¿a quién llevaron a la Casa Blanca para que les diera 'consejo espiritual'? ¡Al reverendo Jeremiah Wright!”

Pero no, Obama no le echaría eso en cara. No sería correcto. No sería decente. Ella ya pasó por suficiente dolor. Así que se mantiene callado y recibe el lodo que le echa.

Por eso las muchedumbres que vienen a verlo son tan numerosas. Por eso nos llevará por un camino más decente. Por eso votaría por él si se permitiera que Michigan tuviera una elección.

Pero la pregunta que escucho una y otra vez es... “¿Puede ganar? ¿Puede ganar en noviembre?” A lo lejos escuchamos la sirena del tren de la muerte llamado el Expreso Hablemos Claro. Sabemos que es posible que escuchemos las palabras “presidente McCain” el 20 de enero. Sabemos que todavía hay muchos estadunidenses que nunca votarán por un negro. Hillary también lo sabe. Cuenta con ello.

Pensilvania, el estado que dio a luz a esta gran nación, tiene la oportunidad de enderezar las cosas. No ha tenido oportunidad de brillar de esta manera desde 1787, cuando se escribió allí nuestra Constitución. En esa Constitución escribieron que un negro o una negra eran sólo “tres quintas partes” humanos. El martes, el buen pueblo de Pensilvania tiene la posibilidad de redimirse.

* Esta carta abierta fue subida a www.michaelmoore.com este lunes.

** Nombres de los renos de Santaclós. (T.)

*** Periodo del verano caracterizado por la publicación de notas intrascendentes en los medios anglosajones. (T.)

Traducción: Tania Molina



Fuente: La Jornada (22-04-08)

jueves, abril 17, 2008

Sobre viajes y aviones de Gabriel García Márquez

Remedios para volar

Gabriel García Márquez

EL PAÍS - Opinión - 24-02-1981


Una vez más he hecho el disparate que me había propuesto no repetir jamás, que es el de dar el salto del Atlántico de noche y sin escalas. Son doce horas entre paréntesis dentro de las cuales se pierde no sólo la identidad, sino también el destino. Esta vez además fue un vuelo tan perfecto que por un instante tuve la certidumbre de que el avión se había quedado inmóvil en la mitad del océano e iban a tener que llevar otro para transbordarnos. Es decir, siempre me había atormentado el temor de que el avión se cayera, pero esta vez concebí un miedo nuevo. El miedo espantoso de que el avión se quedara en el aire para siempre.En esas condiciones indeseables comprendí por qué la comida que sirven en pleno vuelo es de una naturaleza diferente de la que se come en tierra firme. Es que también el pollo -muerto y asado- va volando con miedo, y las burbujas de la champaña se mueren antes de tiempo, y la ensalada se marchita de una tristeza distinta. Algo semejante ocurre con las películas. He visto algunas que cambian de sentido cuando se vuelven a ver en el aire, porque el alma de los actores se resiste a ser la misma y la vida termina por no creer en su propia lógica. Por eso no hay ninguna posibilidad de que sea buena ninguna película de avión. Más aún: cuando más largas sean y más aburridas, más se agradece que lo sean, porque uno se ve forzado a imaginarse más de lo que ve y aun a inventar mucho más de lo que se alcanza a ver, y todo eso ayuda a sobrellevar el miedo.

Semejantes remedios son incontables. Tengo una amiga que no logra dormir desde varios días antes de embarcarse, pero su miedo desaparece por completo cuando logra encerrarse en el excusado del avión. Permanece allí tantas horas como le sean posibles, leyendo en un sosiego sólo comparable al del ojo del huracán, hasta que las autoridades de a bordo la obligan a volver al horror del asiento. Es raro, porque siempre he creído que la mitad del miedo al avión se debe a la opresión del encierro, y en ninguna parte se siente tanto como en los servicios sanitarios. En los excusados de los trenes, en cambio, hay una sensación de libertad irrepetible. Cuando era niño, lo que más me gustaba de los viajes en los ferrocarriles bananeros era mirar el mundo a través del hueco del inodoro de los vagones, contar los durmientes entre dos pueblos, sorprender los lagartos asustados entre la hierba, las muchachas instantáneas que se bañaban desnudas debajo de los puentes. La primera vez que subí a un avión -un bimotor primitivo de aquellos que hacían mil kilómetros en tres horas y media- pensé, con muy buen sentido que por el hueco de la cisterna iba a ver una vida más rica que la de los trenes, que iba a ver lo que ocurría en los patios de las casas, las vacas caminando entre las amapolas, el leopardo de Hemingway petrificado entre las nieves del Kilimanjaro. Pero lo que encontré fue la triste comprobación de que aquel mirador de la vida había sido cegado y que un acto tan simple como soltar el agua implicaba un riesgo de muerte.

Hace muchos años superé la ilusión generalizada de que el alcohol es un buen remedio para el miedo al avión. Siguiendo una fórmula de Luis Buñuel, me tomaba un martillazo de Martini seco antes de salir de la casa, otro en el aeropuerto y un tercero en el instante de decolar. Los primeros minutos del vuelo, por supuesto, transcurrían en un estado de gracia cuyo efecto era contrario al que se buscaba. En realidad, el sosiego era tan real e intenso que uno deseaba que el avión se cayera de una vez para no volver a pensar en el miedo. La experiencia termina por enseñar que el alcohol, más que un remedio, es un cómplice del terror. No hay nada peor para los viajes largos: uno se calma con los dos primeros tragos, se emborracha con los otros dos, se duerme con los dos siguientes, engañado con la ilusión de que en realidad está durmiendo, y tres horas después se despierta con la conciencia cierta de que no ha dormido más de tres minutos y que no hay nada más en el futuro que un dolor de cabeza de diez horas.

La lectura -remedio de tantos males en la tierra- no lo es de ninguno en el aire. Se puede iniciar la novela policiaca mejor tramada, y uno termina por no saber quién mató a quién ni por qué. Siempre he creído que no hay nadie más aterrorizado en los aviones que esos caballeros impasibles que leen sin parpadear, sin respirar siquiera, mientras la nave naufraga en las turbulencias. Conocí uno que fue mi vecino de asiento en la larga noche de Nueva York a Roma, a través de los aires pedregosos del Artico, y no interrumpió la lectura de Crimen y castigo ni siquiera para cenar, línea por línea, página por página; pero a la hora del desayuno me dijo con un suspiro: «Parece un libro interesante». Sin embargo, el escritor uruguayo Carlos Martínez Moreno puede dar fe de que no hay nada mejor que un libro para volar. Desde hace veinte años vuela siempre con el mismo ejemplar casi desbaratado de Madame Bovary, fingiendo leerlo a pesar de que ya lo conoce casi de memoria, porque está convencido de que es un método infalible contra la muerte.

Siempre pensé que no hay un recurso más eficaz que la música, pero no la que se oye por el sistema de sonido del avión, sino la que llevo en un magnetofón con auriculares. En realidad, la del avión produce un efecto contrario. Siempre me he preguntado con asombro quiénes hacen los programas musicales del vuelo, pues no puedo imaginarme a nadie que conozca menos las propiedades medicinales de la música. Con un criterio bastante simplista, prefieren siempre las grandes piezas orquestales relacionadas con el cielo, con los espacios infinitos, con los fenómenos telúricos. «Sinfonías paquidérmicas», como llamaba Brahms a las de Bruckner. Yo tengo mi música personal para volar, y su enumeración sería interminable. Tengo mis programas propios, según las rutas y su duración, según sea de día o de noche, y aún según la clase de avión en que se vuele. De Madrid a Puerto Rico, que es un vuelo familiar a los latinoamericanos, el programa es exacto y certero: las nueve sinfonías de Beethoven. Siempre pensé -como he dicho antes- que no había un método más eficaz para volar hasta esta semana de mi infortunio, en que un lector de Alicante me ha escrito para decirme que ha descubierto otro mejor: hacer el amor tantas veces como sea posible en pleno vuelo. De esto -como en las telenovelas- vamos a hablar la semana entrante.


Sobre viajes y aviones de G. García Márquez II

El amor en el aire
GABRIEL GARCIA MARQUEZ
EL PAÍS - Opinión - 04-03-1981
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Los viajes -como el poder- son afrodisíacos. Si las crónicas de navegantes y los cuadernos de bitácora dijeran toda la verdad, y no sólo la verdad, serían textos ejemplares de literatura prohibida. Es por eso que en las cubiertas de los barcos de pasajeros es imposible encontrar de noche un rincón sin luz, y los expertos en cruceros de turismo, sobre todo en el Caribe, aconsejan a los principiantes llevar consigo una llave inglesa para romper focos. Los legendarios trenes europeos fueron durante muchos años hoteles de placer sobre ruedas. El Orient Express, además de haber sido escenario de crímenes sin solución y laboratorio de espías, fue un paraíso nocturno donde se concibieron en alcobas sin fronteras más de tres testas coronadas. En el Metro de Ciudad de México, por el mismo motivo, y a pleno día, ha sido preciso establecer vagones separados para hombres y mujeres, y no a la hora de menor afluencia, sino todo lo contrario, en las más concurridas.

Los aviones, en cambio, estuvieron considerados durante muchos años como espacios vedados al amor. Hasta el punto de que el cinturón del asiento nos parece todavía un sustituto compasivo del cinturón de castidad. Tal vez como reacción contra ese castigo surgió la leyenda mundial de las azafatas fáciles, a quienes nuestras fantasías juveniles atribuyeron toda clase de virtudes concupiscentes. Hace muchos años, en Barranquilla, corrió la voz de que en el barrio más elegante de la ciudad se había abierto una casa de citas donde vendían sus gracias las más exquisitas servidoras del aire de las compañías internacionales. Esa misma noche fuimos todos, desde el señor gobernador con su gabinete en pleno hasta los periodistas peor pagados. Y, en efecto, encontramos una escudería de bellas muchachas de uniforme acreditadas con las insignias de todos los cielos del mundo: las suecas de la SAS, las alemanas de Lufthansa, las amazonas universales de la Pan American. Era tal nuestra ilusión de que fuera verdad tanta mentira que muchos fingimos no darnos cuenta de que todas eran tan mulatas como las nuestras, y hablaban el castellano sin acento, con la cadencia inefable de la fábrica de sueños de Pilar Ternera.

La primera vez en que oí hablar con buen derecho de la posibilidad de hacer el amor en un avión fue también en Barranquilla, bebiendo ron blanco con cáscaras de limón con un veterano piloto alemán que se había retirado cuando inventaron las turbinas, pues no podía entender que los aviones volaran sin hélices. Fue él quien me contó que en los Constellations de línea había camas plegadizas como en los camarotes de los trenes, y que nadie preguntaba qué hacían en ellas los pasajeros que las alquilaban para dormir. En realidad, habían sido diseñadas por Howard Hughes, el creador del Constellation para su uso personal con las estrellas de cine que también diseñaba. Habían de pasar muchos años antes de que una película se atreviera a mostrar un acto de amor a bordo de un avión. Se vio por primera vez en Emmanuelle, y fue un acto de amor tan difícil y descorazonador que parecía más bien una prueba de que era Imposible hacerlo en pleno vuelo.

En la actualidad, sin embargo, la gente del jet-set lo tiene como cosa corriente, y lo hacen con tanta frecuencia y tanta naturalidad como en la vida real. En Estados Unidos existe una sociedad civil llamada el Mile High Club, en la cual son admitidos quienes puedan demostrar que han hecho el amor a más de una milla de altura. Sus socios son muchos; todos coinciden en que en esta materia, como en tantas otras, lo único difícil es empezar. También hay un vuelo nocturno de Los Angeles a Miami, o de Los Angeles a Nueva York, cuyo nombre demasiado obvio es el Red Eyes Express, o sea, el Expreso de los ojos rojos. El vuelo dura siete horas, pero lo único que nadie se permite es dormir, de modo que los pasajeros llegan a su destino con los ojos enardecidos por los fragores de la noche.

La diferencia entre el Red Eyes Express, y los vuelos comerciales de siempre -además de los precios del billete, que son muy bajos- es que en aquél no hay vigilancia de ninguna clase. No hay más autoridad que la de los pilotos, que viajan encerrados con aldabas en la cabina, para que no los salpique la tentación de su propio invento. Los pasajeros llevan su comida y su bebida, sus drogas y su música personales, y cada quien es dueño absoluto de su cuerpo. Es decir: cada uno va en otro viaje dentro del viaje. Nadie les pregunta quién es quién, ni por dónde, pues en aquellos vuelos babilónicos de luces apagadas el sexo es lo de menos.
Un error muy común cuando se habla de estas cosas es pensar en los servicios sanitarios del avión. Existe inclusive un manual ilustrado, en el cual se indican las diferentes maneras acrobáticas de hacer el amor en los retretes de las grandes líneas. Los dibujos indican los puntos de apoyo según la edad y los gustos, y se han establecido unas 162 posibilidades al modo occidental. La sola manija de seguridad donde uno se agarra para no caerse durante el uso tradicional del retrete sirve para otras 74 cosas distintas, según el manual. Esto quiere decir que el excusado de los aviones tiene más utilidad demográfica que los automóviles, aunque las estadísticas demuestran que es cada día mayor el número de niños inteligentes y sin fracturas que se conciben en los automóviles, muchos de ellos en marcha.

Sin embargo, los expertos consideran que los servicios sanitarios de los aviones son tan convencionales para hacer el amor como lo son las camas para los senadores de la República. El sitio ideal son los asientos, después de levantar el brazo que los separa. La demostración excesiva la hizo Arnold Schwarzenger, el desolado mister Universo -de quien, por cierto, se dijo alguna vez que era del otro equipo- que hace unos tres años viajó con su novia en un vuelo nocturno de Los Angeles a Nueva York y al parecer no la dejó dormir ni un instante. La azafata que debía atenderlos declaró después a la Prensa: «Durante todo el vuelo, lo único que ví de ellos fueron los pies».

De modo que a lo mejor tiene razón el lector de Alicante que me escribió para decirme que el amor es el remedio más drástico para el miedo al avión. En efecto, los científicos dicen que no hay mejor tranquilizante que el orgasmo. Además, si uno lo piensa bien, nada demuestra que esté prohibido intentarlo en los aviones. Está prohibido fumar durante el decolaje y el aterrizaje, en algunas áreas del avión y, sobre todo, en los servicios sanitarios, y por eso hay un letrero que se enciende y se apaga para recordarlo. Esto permite pensar que si estuviera prohibido hacer el amor habría también un letrero similar. Más aún: en mis miedos indómitos sobre todos los océanos nocturnos he tenido la paciencia de leer muchas veces el texto microscópico del contrato de vuelo impreso en los billetes y no he encontrado cláusula alguna que se oponga a ninguna función natural. De modo que si usted no lo hace debe ser simplemente por un malentendido. ¡Adelante, pues, y feliz viaje!

sábado, abril 12, 2008

Cinecriticismo. Revista de cine, arte y cultura.

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