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| Al proceder al análisis de la obra de Friedrich W. Murnau planea el sentimiento de que se trata de una "sinfonía inacabada" al haber fallecido prematuramente a los cuarenta y dos años, cuando meses antes del fatídico accidente automovilístico que sesgó su vida, había suscrito un contrato con la Paramout. Pero entrar en el terreno de las conjeturas sobre cuales hubieran sido los frutos cosechados durante su presunta etapa en la Paramount resulta un ejercicio absurdo, y más si se trata de un periodo clave --el tránsito del cine mudo al sonoro-- en el que cualquier juicio apriorístico sobre el futuro que depararía a uno u otro director, no estaba ligado tan sólo a una actitud personal sino a una suma de variables. Pero sí existe un dato que parece irrefutable a la hora de valorar el trabajo de Murnau: su constante progresión en el enfoque creativo de las historias --por regla general adaptadas de textos o narraciones de autores clásicos del siglo XIX y principio del siglo XX, próximos a los postulados del romanticismo y de la novela gótica--, en su constante experimentación en el apartado técnico que le hicieron ganarse el respeto de sus colegas de profesión durante su etapa alemana. Desde un prisma puramente temático, Murnau también había concitado la admiración de la industria cinematográfica teutona, sobre todo por el efecto de sorpresa que merecían producciones consagradas a recrear atmosferas malsanas, próximas a un terror sugerido a partir de los relatos de Robert Louis Stevenson Dr. Jekyll y Mr. Hyde (Der Januskopf) o de Robert Wiene --el director de El gabinete del doctor Caligari-- estructurado en tres episodios (Satanás), y de las propias historias urdidas por Murnau y su habitual guionista Carl Mayer (Die Buvklige und Die Tanzerin, El castillo Vogelöd). La culminación de esta primera fase articulada en torno a la crónica terrorífica y criminal tendría lugar con Nosferatu, el vampiro. Si el danés Benjamin Christensen había concebido con Haxan (1921) la primera aproximación del cine al fenómeno de la brujería, Murnau haría lo propio un año más tarde con el mito del vampirismo, en la que la detallada composición lumínica de resonancias expresionistas y el apasionamiento en la expresión gestual de sus intérpretes tuvo por objeto ofrecer un espectáculo fundamentalmente visual sin recargar los intertítulos y apoyándose en la partitura sinfónica escrita para la ocasión por Hans Erdmann. Pese a contar con un dúo de directores de fotografía --una práctica común en la época-- de la talla de Fritz Arno Wagner y Günther Krampf, Murnau se tuvo que acomodar a un equipo técnico y artístico sin apenas experiencia, y a un presupuesto asignado por la Prana Film que no se podía permitir el lujo de pagar los derechos de autor de la novela de Bram Stoker. Como ya se había procedido con Der Januskof, Murnau y el guionista del film, Henrik Galeen, introdujeron varios cambios respecto al original y asignaron nombres distintos a los personajes que aparecen en el celuloide. De esta forma, se intentaba enmascarar la que era en definitiva una adaptación del Drácula de Bram Stoker. Semejante estrategia no pasaría inadvertida para los herederos del escritor de origen rumano y después de estrenarse el film, procedieron a demandar a la Prana Film. El litigio se saldaría con el cierre de la compañía y la orden de destruir todas las copias existentes de Nosferatu. Esta medida no sería rebocada por el nacionalsocialismo que a su llegada al poder los más atentos correligionarios de Adolf Hitler no parecía escapar que Nosferatu precisamente simbolizada la implantación de una fuerza autoritaria hegemónica en el seno de la sociedad teutona a través del siniestro Conde Orlok, personaje encarnado por Max Schreck. Mientras empezaba a brotar la semilla del nazismo, Murnau procedería a un itinerante recorrrido por un buen número de pequeñas compañías en las que, a cambio de unos sueldos mínimos se le garantizaba una libertad creativa que siempre había fijado como condición indispensable. Pero aunque sus preferencias se decantaban por amoldarse a modestos Estudio, se produjo el casi inevitable encuentro con la UFA. Un contacto que no fue producto de una acuerdo previo para plantear la construcción de un film determinado, sino que surgió a petición de Erich Pommer --máximo mandatario de los grandes estudios alemanes-- a Murnau para que substituyera a Lupu Pick en la dirección de El último. Con la presencia de Murnau, esta historia en principio destinada a consagrarse como un melodrama folletinesco con leves giros hacia la intriga criminal, plantearía nuevos caminos a explorar a partir de la puesta en funcionamiento de una imaginería visual --emplazamiento y angulaciones de cámara, sobreimpresiones, juego de claroscuros-- cuyo conocimiento había merecido la atención al otro lado del Atlántico.Así pues, tras la recuperación a través del celuloide de un mito tan arraigado de la cultura alemana como el Fausto de Goethe --en la que sería la tercera colaboración consecutiva con Emil Jannings, en esta ocasión en el papel de Mefistófeles--, Murnau se instalaría temporalmente en los Estados Unidos para trabajar en la Fox con la adaptación del relato El viaje a Tilsitt de Hermann Sundermann, rebautizada como Amanecer. La presencia de Rochus Gliese y de Edgar G. Ulmer --importados de la Europa del Este-- para conformar los decorados en estudio, parecía garantizar a Murnau una línea de continuidad en referencia a su obra anterior. La buena recepción del film durante su presentación oficial acallaría las críticas vertidas por parte del equipo directivo de la Fox, indignados ante la actitud arrogante de Murnau, confiado en su propio temperamento creativo y ejerciendo un dominio absoluto en el plató que le equiparaban al propio David W. Griffith o a Josef Von Sternberg. Era una situación contradictoria que se resolvería en sus siguientes trabajos para la Fox --Los cuatro diablos y El pan nuestro de cada día-- de una forma insatisfactoria para Murnau al apercibirse que se había procedido a registrar una versión sonora de esta última sin su consentimiento. Acto seguido, Murnau contemplaría la opción de rodar un documental de ficción sobre los nativos de Tahití y de Bora-Bora con el concurso de un especialista en este género cinematográfico como era Robert Flaherty. Este último tampoco había tenido una experiencia excesivamente positiva en la industria estadounidense al haber abandonado el rodaje de Sombras blancas en los mares del Sur (1928) que acabaría dirigiendo W. S. Van Dyke. El producto de esta asociación sería Tabú, sin embargo, permanecería en la memoria del aficionado como el último testimonio fílmico de uno de sus creadores, Friedrich W. Murnau.Semanas después de que Tabú fuera canalizada por los circuitos de distribución de la Paramount, Murnau expresaría por carta a su amiga la historiadora Lotte Eisner, su particular razonamiento sobre el estado del cine --principio de los años treinta-- que cobraría visos de realidad: "Resulta ridículo decir que el film sonoro va a desaparecer. La película sonora significa un gran progreso para el cine. Desgraciadamente llega demasiado pronto: justo ahora acabamos de encontrar un camino para el cine mudo; nos encontramos en plena valoración de todas las posibilidades de la cámara. Ahora con la llegada del sonoro será olvidada en beneficio de aprender la utilización del micrófono".Años más tarde de producirse este contacto epistolar, la propia Lotte Eisner sería la encargada de aportar luz sobre la circulación de dos versiones de Nosferatu, el vampiro a través de un artículo titulado L'enigme des deux Nosferatu y publicado en la revista Cahiers du cinéma en su primer número de 1958. En la redacción del mismo se explicita el hecho de que se había descubierto una copia, depositada en la Cinemateca de París, que difería ostensiblemente de la proyectada en su tiempo con motivo de su estreno oficial el 4 de febrero de 1922 en Berlín. A lo largo de veintiséis años se procedió al estudio y restauración de un material inicialmente dado por perdido, que culminaría con la presentación de una versión reconstruida proyectada en el marco del Festival de Berlín'84, que coincidía con el fallecimiento de Lotte Eisner. Cinco años antes, Werner Herzog había concebido un remake de Nosferatu (1979), recibido con ciertas reservas y que, a medio plazo, se vio relegado al olvido en función del carácter inmortal que ha merecido la versión original de Murnau, uno de los directores que mayor influencia ha despertado entre la comunidad de cineastas que han procurado situarse al margen de los convencionalismos narrativos y/o estilísticos. |
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