New York Times sobre la tragedia del Tec. de Virginia
La matanza en la Universidad Politécnica de Virginia le impone a la sociedad estadounidense un nuevo enfrentamiento consigo misma, su violencia, el fetichismo de las armas que embarga a parte de la población, las perturbaciones de una juventud sometida a la doble tiranía de la abundancia y de la competencia.
Sería injusto, y sobre todo equívoco, reducir a Estados Unidos a la imagen que de manera recurrente proyectan los accesos de furor mortífero a los que ceden individuos aislados. Pero los hechos de este tipo son excepcionales en otras partes, mientras que con frecuencia vienen a desfigurar el "sueño americano".
Todo lo que George W. Bush pudo decir, una vez expresadas sus condolencias, es que "las escuelas deben de ser lugares de seguridad, santuarios consagrados al estudio". Para este presidente republicano, ex gobernador de Texas, campeón de esos estados del centro y del sur de Estados Unidos donde se mantiene la "cultura de la pradera", la matanza de Blacksburg no refleja más que la trágica aberración de un individuo. A los ojos de George W. Bush, no se plantea la cuestión del comercio de armas en Estados Unidos, ni tiene porqué plantearse.
No hay lugar para la sorpresa cuando el jefe del ejecutivo estadounidense se apoya en un partido que llegó al grado de negarse, en 2004, a renovar la prohibición del comercio de fusiles de asalto, aprobada por el congreso en 1994, cuando tenía mayoría demócrata durante la presidencia de Bill Clinton.
Este tuvo el valor de enfrentarse al poderoso grupo de presión de armas de fuego, pero tuvo que limitar sus ambiciones a dos medidas, ciertamente oportunas pero modestas: la obligación de los vendedores de armas de verificar que el comprador no tuviera antecedentes penales y la prohibición de la venta de los fusiles de asalto.
Las armas son parte de la ideología estadounidense a tal grado que los mismos demócratas, aunque inclinados a considerar que el culto de la libertad indivivual debe equilibrarse con el interés general, no abordan ese tema más que con mucha prudencia. Durante la última campaña presidencial, el candidato demócrata, John F. Kerry, se cuidó bien de tomar posición en favor de un enmarcamiento más serio. La presión de la Asociación Nacional del Rifle, el grupo de presión más poderoso de Estados Unidos, capaz de organizar campañas locales en contra de un diputado o senador hostil a sus opiniones, explica en gran parte esa pusilanimidad.
No obstante, en un país donde el derecho a poseer y portar armas está inscrito en la constitución y donde se calcula en 192 millones el número de armas de fuego, el problema no es sólo el de un grupo de interés particular. Después de la tragedia de Virginia se han elevado voces para deplorar que los profesores y los estudiantes no estén autorizados a ir armados pues, de ese modo, uno de ellos hubiera podido neutralizar al agresor. Con tales razonamientos, Estados Unidos está muy lejos de controlar la violencia.
Fuente: The New York Times
Sería injusto, y sobre todo equívoco, reducir a Estados Unidos a la imagen que de manera recurrente proyectan los accesos de furor mortífero a los que ceden individuos aislados. Pero los hechos de este tipo son excepcionales en otras partes, mientras que con frecuencia vienen a desfigurar el "sueño americano".
Todo lo que George W. Bush pudo decir, una vez expresadas sus condolencias, es que "las escuelas deben de ser lugares de seguridad, santuarios consagrados al estudio". Para este presidente republicano, ex gobernador de Texas, campeón de esos estados del centro y del sur de Estados Unidos donde se mantiene la "cultura de la pradera", la matanza de Blacksburg no refleja más que la trágica aberración de un individuo. A los ojos de George W. Bush, no se plantea la cuestión del comercio de armas en Estados Unidos, ni tiene porqué plantearse.
No hay lugar para la sorpresa cuando el jefe del ejecutivo estadounidense se apoya en un partido que llegó al grado de negarse, en 2004, a renovar la prohibición del comercio de fusiles de asalto, aprobada por el congreso en 1994, cuando tenía mayoría demócrata durante la presidencia de Bill Clinton.
Este tuvo el valor de enfrentarse al poderoso grupo de presión de armas de fuego, pero tuvo que limitar sus ambiciones a dos medidas, ciertamente oportunas pero modestas: la obligación de los vendedores de armas de verificar que el comprador no tuviera antecedentes penales y la prohibición de la venta de los fusiles de asalto.
Las armas son parte de la ideología estadounidense a tal grado que los mismos demócratas, aunque inclinados a considerar que el culto de la libertad indivivual debe equilibrarse con el interés general, no abordan ese tema más que con mucha prudencia. Durante la última campaña presidencial, el candidato demócrata, John F. Kerry, se cuidó bien de tomar posición en favor de un enmarcamiento más serio. La presión de la Asociación Nacional del Rifle, el grupo de presión más poderoso de Estados Unidos, capaz de organizar campañas locales en contra de un diputado o senador hostil a sus opiniones, explica en gran parte esa pusilanimidad.
No obstante, en un país donde el derecho a poseer y portar armas está inscrito en la constitución y donde se calcula en 192 millones el número de armas de fuego, el problema no es sólo el de un grupo de interés particular. Después de la tragedia de Virginia se han elevado voces para deplorar que los profesores y los estudiantes no estén autorizados a ir armados pues, de ese modo, uno de ellos hubiera podido neutralizar al agresor. Con tales razonamientos, Estados Unidos está muy lejos de controlar la violencia.
Fuente: The New York Times
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